lunes, 18 de noviembre de 2024

La cultura woke. ¿Es una cultura de la nueva izquierda, una moda o el simple aprovechamiento de una moda para implementar una revolución?

Si hacemos un análisis serio de la secuencia acaecida en Chile desde el gobierno de Lagos, pasando por la “revolución pingüina” hasta el segundo gobierno de Bachelet con la nueva mayoría (que reincorporaba al PC a la política activa), tuvimos una seguidilla de actos permisivos relacionados con violencia estudiantil, azuzados por las protestas incesantes de agrupaciones gremiales y colegios profesionales controlados por la izquierda radical (PC) y terrorismo en el sur.

Hasta ese momento en la izquierda predominaban dos grandes grupos: “los autocomplacientes”, que estaban de acuerdo con la forma de hacer política bajo la conducción de la Concertación y con el modelo económico imperante dejado por el Gobierno de las FF.AA. y Carabineros de Chile; y por otro, estaban los “autoflagelantes”, es decir, aquellos que renegaban del entreguismo de los primeros con respecto a mantener vivos los ideales revolucionarios de Salvador Allende, y a completar su legado, es decir, ejecutar y consolidar la revolución.

Ahora bien, durante el segundo gobierno de Bachelet, y con el PC incorporado a la nueva mayoría, dentro de las instancias gubernamentales y en el Congreso, los autoflagelantes asumieron el control de la izquierda enviando a los autocomplacientes a los cuarteles de invierno por su falta de compromiso revolucionario.

Con ese escenario, se realiza la elección presidencial y de renovación de parte del Congreso a fines de 2017, mediante la cual Piñera y Guillier pasaron a segunda vuelta y en el Congreso, gracias a las maravillas del sistema proporcional, nos llenamos de frenteamplistas arrastrados por las listas respectivas, con el 1% de los votos o menos.

En tales circunstancias, Piñera llegó al poder. Con un Congreso en contra, con desmanes estudiantiles a una cuadra de la Moneda, con violencia y terrorismo entre la octava y décima regiones, con inmigración ilegal, con los delegados de la ACNUR y PNUD dictando cátedra, y la economía estancada, los brillantes legados de Bachelet que le permitieron conseguir el cargo de “Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos” -alto precio por un sillón-.

En el segundo año de gobierno de Piñera, específicamente octubre de 2019, se inició la ofensiva vandálica del 18-O, que según algunos: “no se vio venir”; sin embargo, por lo anteriormente expuesto, la realidad es que no lo quisimos ver.

Desde el 18-O y hasta comienzos del tercer trimestre de 2020, hubo escaramuzas y refriegas entre los “orcos” y las Policías y las FF.AA. durante los periodos de activación de Estados de Emergencia por excepción constitucional con motivo de la violencia urbana y rural existente. En ese contexto, los estados de emergencia se mantuvieron en Santiago y otras ciudades hasta el 2021 producto de la emergencia sanitaria mundial, y por la elección de convencionales y la realización del primer intento constitucional.

En ese contexto, es evidente que lo que mantuvo a raya a la “revuelta de octubre” fue “la política de encierros” del “General COV”.

Ante tamaña anomía y desarreglo psicológico, económico y moral, y con una ciudadanía esencialmente egoísta y autocentrada resultaba fácil imponer medidas populistas tan características del neomarxismo de Laclau y Mouffe, es decir, ese fascismo peronista de izquierda dura muy recargado en términos emocionales y que apela a la opresión de minorías.

Pues bien, esa lógica neomarxista que cautivó a algunas mentes débiles (wokismo versión chilensis) mientras Boric, Vallejo, Cariola, Winter y tantos otros, eran Diputados, perdió todo su glamour en el momento en que pasaron al gobierno en marzo de 2022.

De hecho, la caída del wokismo chileno comenzó con el viaje de Izkia Siches, ex ministra del interior, a Temu Cui Cui, una semana después que Boric asumiera el gobierno, “”territorio indígena liberado” controlado por la CAM”, del que fue sacada a balazos con armamento calibre 5.56mm, de uso militar.

Entretanto, el wokismo chileno fue una moda que duró poco más de tres años y no pudo contra el conservadurismo nacional. Por otro lado, la revolución que perseguían los autoflagelantes setenteros y el “wokismo” juvenil resultaron ser absolutamente incompatibles y no lograron congeniar en un ideario común que los condujera al logro de sus objetivos estratégicos, hacerse del poder.

En definitiva, tanto la derrota sobre la revolución como sobre el wokismo juvenil, y la anomía imperante son el desagradable resultado de una borrachera política espantosa que nos significará a lo menos diez años de esfuerzo, trabajo, sangre, sudor, y lágrimas para volver a recuperar el camino del desarrollo.

Atte.
Pablo Thauby
Magíster en Ciencia Política.

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